Nos cuesta una barbaridad aceptar que nos digan lo que tenemos que hacer, respetar órdenes sin reproches y sin malas caras. Mucho se escribe cuando se habla del saber dirigir sobre cómo hacer participes a tus subordinados de tus decisiones, sobre como escucharles y conseguir su compromiso.
Lo que pasa es que con tanto querer escuchar, con tanto democratizar, estamos cayendo en el error de no saber que hay cosas que no se delegan, que hay cosas que no se discuten, que hay decisiones que no se comparten. Estas no deberían ser rebatidas por el subordinado, que debería saber aceptar que como el jefe tiene capacidad para decidir, ha decidido no compartir la decisión, sin más, ya está.
La autoridad hay que ganarla, es cierto, pero el respeto al cargo no debería estar siempre en entredicho, debería ir unido a cualquier cargo, de la misma manera que el respeto debe ir unido a cualquier persona. No puede estar siempre poniéndose en juego, no debería estar siempre defendiéndose con argumento, y más cuando nos cuesta tanto escuchar. Es cierto que (casi) todas las opiniones deben ser respetadas, pero también es cierto que debe decidir quién debe decidir. Y no estar de acuerdo con él no debería ser siempre una poderosa arma arrojadiza usada como menoscabo personal, o un poderoso argumento para desprestigiar, alejar y generar miseria.
Cuando la autoridad es apoyada, todos ganan. Cuando ocurre los contrario, todos pierden. Sin más, es claro.
Cuando las personas nos juntamos necesitamos para no caer en el inmovilismo la guía que da la autoridad conferida a alguien para que se convierta en el responsable último de tomar decisiones. ¡Y que apechugue con sus errores! Pero no puede ser siempre blanco si él dijo negro, ni siempre negro si él dijo blando…Si pensáis en política, sabréis muy bien ver a qué me refiero.
En el mundo empresarial, como en la vida, “el jefe” con frecuencia parece que se viste siempre de enemigo, parece casi siempre estar equivocado. La razón que veo a esto para mí es clara: nos cuesta sobremanera aceptar que sea otro el que decide. Además, somos incapaces de priorizar un ente desgraciadamente tan extraño como es “nuestra empresa” sobre otro claramente visible para nosotros que es el “nosotros mismo”. La empatía parece no existir, aunque todos seguro que nos sentimos muy capaces de hablar sobre ella…
Y al final, al que decide no le quedará más remedio que lamer sus heridas casi siempre en soledad. Triste final.
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