Las
empresas son lo que son sus empleados. A veces esto es una suerte para el
empleador, otras, muchas, una atadura insoportable.
No debería ocurrir, pero con frecuencia cuando te acercas
a un negocio es fácil ver si el que tienes delante es el dueño o un empleado.
Suele ser fácil identificar si el que tienes delante se
está dejando lo piel en lo que hace, está comprometido, o simplemente está
implicado. Y esto suele estar condicionado con su posición en la empresa.
El trabajador en ocasiones no se da cuenta que la pervivencia
de la empresa está siempre en juego y con ello su puesto de trabajo. Un
contrato indefinido no convierte su puesto en estable, lo mismo que uno
temporal no lo debería convertir en volátil si se empeña. Una empresa que
recibe más de lo que da a un trabajador nunca va a tener incentivo para prescindir
del él…si la empresa supervive. Con este argumento, el trabajador para blindar
su puesto de trabajo solo deberá preocuparse de ser productivo y aportar a su
empresa, colaborando activamente en la supervivencia de la misma.
El empleador, en buena lógica, debería preocuparse por
generar los medios necesarios para que el trabajador estuviera predispuesto a
dar lo mejor se si y pagarle a final de mes lo que se merece. Así se generará
una sinergia. Nadie debería tener incentivos para romper ese acuerdo ganador,
salvo que alguna de las partes sea demandante de nuevas emociones…
Si se le implica en el resultado final, el trabajador
podrá percibir el negocio como propio y estará predispuesto a actuar como
actuaría el empleador.
El empleador podrá ver al trabajador como el mejor activo
de la empresa y tendrá incentivos para no perderlo, cuidarlo.
Todo será más estable, el futuro generará menos incógnitas
y la economía, ante la falta de determinadas incertidumbres constantes hoy en día,
cotizaría previsiblemente al alza. Lo complejo podría convertirse en simple y
dejaríamos de convertir lo simple en complejo…
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